Ya nadie puede ser vejado ni aprehendido.
Todos se niegan a combatir.
En los más apartados rincones de la tierra,
resuena el estrépito de los últimos descontentos.
Juan José Arreola
El instantismo es una vanguardia que
viene gestándose desde los congresos literarios en los que los estudiantes no
quieren escuchar ponencias sino conocer geografías diferentes y beber alcoholes
regionales, viene desde Anáhuac, desde las mujeres en Twitter que se sienten La
Maga, desde el ensayo crítico número cinco mil sobre Borges, desde las citas
virales de Paulo Cohelo en Facebook.
El instantismo es un feto moribundo
esperando vivir. Los doctores (en literatura) lo conectan a máquinas con el
logo del Seguro Social mexicano y se van al pasillo a conversar sobre la nueva
enfermera de Geriatría. El instantismo puede vivir si las señoras embarazadas
(de ideas) notan su frágil existencia y lo acogen como si fuera propio. Si las
señoras –y los señores- asumen la crueldad de la situación, los doctores se
verán amenazados –una bomba a punto de estallar- y girarán la cabeza de vez en
cuando para revisar los signos vitales de la vanguardia recién nacida.
Los hermanos mayores –muy mayores- del
instantismo resultaron ser promesas tambaleantes pero atractivas. El futurismo
se sobreexcitó con las máquinas corriendo a 20 kilómetros por hora y quiso
hacer un edipazo: matar lo que lo
llevó a nacer; se rasgó las vestiduras y planeó quemar la casa de los abuelos.
El surrealismo, ya sabiendo las fallas
de su hermano anterior, fue a México y se llenó los bolsillos de peyote; el
resultado fue una actitud de yonki artístico. Nadie lo culpa, su actitud fue
contagiosa. De ese contagio llegó el hermano ecuménico Dadaísmo, también hippie
pero con giros filosóficos, con más atracción por la vida relajada.
El creacionismo nació ángel, probó que
podía ser gente importante pero se apagó demasiado pronto; murió Narciso –por
su belleza-, todavía está dibujado en las constelaciones cuando hay noches de
tormenta. El estridentismo, tan perdido que decidió pararse bajo las alas de su
hermano mayor, nació vomitando smog con una acta de nacimiento que lo declaraba
ciudadano del mundo con residencia –casi- fija en Estridentópolis. Acostumbraba
escupirle al presidente y orinar las puertas de las catedrales por una módica
cantidad monetaria que le permitía tener qué orinar cada noche. Nació el
antropofagismo con un carácter festivo, abrazando a sus hermanos y a todo
hombre con suficiente carne en los brazos para comerla mientras dormían.
Claro, hay por lo menos un centenar
más de hermanos bastardos y más o menos ancianos del instantismo. El
instantismo no conoce la fraternidad de un compañero consanguíneo de juegos, no
tiene alguien que le hable del sexo ni de la vida pero sabe, quizá
inconscientemente, que no puede ser como ninguno de sus hermanos –especialmente
como el estridentismo, él sólo era chistoso cuando no estaba tan borracho,
nadie quiere ser como el estridentismo-.
El instantismo nació Frankenstein de
sus hermanos mayores: tomó del futurismo su ansia por la velocidad de la vida,
el instantismo sabe que va a morir muy joven, sabe que nació prácticamente
muerto. Del surrealismo tomó la libertad de la locura, el instantismo se volvió
loco al salir del hospital y encontrar un mundo en el que la realidad parece
más extraña que cualquier pintura de Dalí. Del dadaísmo tomó el sentido ácido
de la vida, el azar de las decisiones; para el instantismo la vida se basa en
efectos de ruleta rusa.
Al creacionismo se le tiene mucho
afecto, el instantismo vive relegado bajo su sombra eternizada por su muerte
prematura, desea llegar a ser como él pero nunca podría serlo.
Del estridentismo, tomó su embriaguez
y su juventud pero él se embriaga de nada, nada hasta que se marea y vomita. La
única juventud que conoce es su fecha aproximada de muerte. Del antropofagismo
rescató esa costumbre de nutrirse de la carne ajena, pero en él es una manía, eso
es prácticamente lo que hace todos los días.
El instantismo salió del hospital para
encontrarse con que nunca hemos consumido vino de plátano[1], que los grupos de
intelectuales a la violeta se pasean con gafas de pasta pregonando juicios a
favor de Murakami pero nunca han escuchado hablar de Joaquím Machado de Assis.
Hablan del indigenismo pero de pies a cabeza traen productos gringos.
El instantismo se fue a pasear, a ver
si se le pasaba el asco. Entró a una librería del centro y encontró el dolor
del narco convertido en best-seller, la miseria de las poblaciones periféricas
pregonadas desde un penthouse de la Condesa. Y en la sección de novedades, una
oda al morbo por el sufrimiento humano.
Esa gente con libros sobaqueros
conocía lo enfermo del mundo y continuaba recorriendo el punto final de los
libros sin querer cambiar al mundo.
Curiosamente, un escritor estaba
sentado afuera de la librería. Sucio y grosero,
pero con su flamante traje gris y recién rasurado, de piernas cruzadas,
vomitando su próximo libro, sosteniendo un cartel que rezaba “Autografío libros
por un poquito de reconocimiento”. Y frente a él una estampida de estudiantes
extranjeros con el celular listo para publicar la foto con el escritor en
Facebook y presumir su intelectualidad.
Al instantismo, tan chiquito como era,
le quitaron las ganas de vivir.
Así, pasó días y días acostado sobre
el estante de literatura latinoamericana de una biblioteca universitaria –sabía
que allí nadie lo iba a molestar y, efectivamente así fue, a excepción de algunos
fans de Cortázar y Borges, a caso alguno de Clarice Lispector-, y siguió sin
querer vivir. Se volvió un muchacho delgadísimo y enfermo de libros –o de
alergia al polvo, es casi lo mismo-.
El instantismo perdió todo.
Sólo creía en la muerte y, de vez en
cuando, en que su valor como persona era cuantificable por las cosas que
poseía. Perdió la esperanza al ver a sus hermanos muertos. Y gritó, arañó las
paredes de la biblioteca, pero no lloró. El instantismo cree en tan pocas cosas
que nunca llora, para qué llorar.
El instantismo sufrió una crisis
nerviosa, lo sabemos porque fue encontrado en la sección de tesis en la
hemeroteca, ya muerto. Varios signos de descomposición fueron descubiertos en
la autopsia, la versión no oficial dice que la primera persona que vio el
cuerpo quedo absorto en lo que el instantismo había escrito ya agonizante, con
su sangre, sobre las paredes.
La foto de esos muros se filtró a la
red, he aquí una transcripción de lo que se puede ver en la imagen:
“Yo
soy quien soy y no busco nada.
Sueño
con los ojos abiertos porque a la noche mi pesadilla peor es seguir en vigilia,
en este mundo insatisfecho y cruento.
Soy
quien soy no creo en nada.
El
neoliberalismo sostiene la oz bajo mi cuello. Estoy condenado a servir a un rey
marioneta democrática. El internet es mi positivismo, sin él no soy nada. Y por
él soy nada. El internet es el trono de los absurdos, es la mejor herramienta
con el peor uso.
Soy
quien soy y no significo nada.
Me
usan a conveniencia y me niegan al tercer día. Nací a los treinta y tres años,
el día de la muerte de Cristo. Mi único flotador vive escondido en la frontera
entre Norteamérica y México, sueño con estar dentro del canon después de mi
muerte.
Soy
quien soy y pertenezco a ningún lado.
Vivo
aquí pero nadie me conoce. No tengo rostro y mi boca no tiene saliva. No me
aceptan en Europa ni en América ni en el espacio. En la academia soy un sapo.
En el vulgo me tachan de ya haber existido. El arte me diagnostica como
posmoderno aunque nunca tuve un expediente en su archivo.
Soy
quien soy y no he hecho nada.
Mi
existencia se resume a cuatro años en Facebook y catorce mil frases en Twitter,
conozco la desesperación a grandes rasgos y nada me impide caer en ella. Leo
fragmentos de los muertos –los más recientes Pacheco y Gelman-, nunca he leído
El Quijote y la lucha social me da hueva.
Soy
quien soy y sólo valgo por este instante que vivo, soy una noción contextual,
un grito sensible que desaparecerá de los titulares. Soy la olla exprés
chillando por la indiferencia de estos tiempos, por ese vivir agachando la
cabeza. Soy la bolsa para el sándwich que se llena de hongos para protestar
contra su hermetismo.
Soy
Heriberto Yépez sin los huevos en la garganta, sin el juego infantil del
extremismo argumentado. Yo sé que entre el uno y el cero existe más que la
nada. Sé del hartazgo de la literatura mexicana. Sé que Comala no es el único
poblado con gente muerta, también están las provincias y los libros de los
nuevos escritores mexicanos. Generalizo y soy Heriberto Yépez, soy ese cáncer
extendido por el futurismo, el estridentismo y la Ciudad de México y las
favelas.
Soy
quien soy y ojalá pudiera ser la Alejandra Pizarnik de juicios cafeínicos, aquella
que con un verso te hería la más fuerte las certezas. Ojalá no reparara en
explicaciones apologéticas sobre mi rostro sin boca y expresara el asco, el
miedo, la soledad, lo gris que repta por los pulmones.
Hoy me voy porque nací muerto.
Nací en la época de la gente sin voz, de los autores sin saliva. Nací para
morir porque aquí no hay vida, hay dolor compartido y alegrías solitarias. Soy
el instantismo que dejó de ser existir porque cada momento es tan inmensamente
corto que no nos alcanza para levantarnos y hacer algo. Porque entre Rusia y
Norteamérica no nos quedas muchos años y los estamos viviendo sentados,
alimentados con el líquido de una batería.
Me voy porque nací muerto,
hijo del Arte y el Contexto, de los 85 años de dictadura. Soy todos los
desperdicios que le sobran a cada época de la humanidad en pos del adelanto
tecnológico.
Voy porque nací muerto,
porque cada soplo de pensamiento me regala un momento más de vida, porque vivir
es fácil si nunca abres los ojos, si sigues creyendo que el mundo empieza y
termina en el bien y el mal.
Porque nací muerto,
sapo. Mis padres no me conocen, me dejaron abandonado, nunca conocí el seno de
mi madre. Soy el peor experimento que se hizo.
Nací muerto,
mi lengua no conoce el vino de plátano, mis ojos nunca recorrieron el valle de
Anáhuac. Pienso, pero no sé explicarlo, para eso está Samuel Ramos. Mi
identidad cabe en una botella plástica de 600 mililitros, nunca he reparado en
lo que dice el himno. Sueño con el
apocalipsis, quizá la única cura para la enfermedad de vivir en esta época.
Muerto.
Muerto.”
[1] Se
hace referencia a un fragmento del ensayo Nuestra
América, escrito por José Martí: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es
nuestro vino!”
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