martes, 8 de abril de 2014

Andar de veintiséis a los cincuenta, Alejandro Ariceaga [Transcripción de la Antología "Camisa de 18 varas"]

Pero algo invierte las cosas, como es natural, y uno acaba, a los cuarentaitantos, persiguiendo a las nínfulas de veinte.

Para decirlo con precisión, me enamoré de una de veintiséis nueve semanas, dos días y algunas horas. Para decirlo de otro modo, se despertó un gato con rabia y me arañaba al mediodía, me arañaba en la tarde y al anochecer se iba a dormir abajo de mi almohada. Era yo ni más ni menos que el retrato de un alma que se volteó al revés, igual que se voltea un calcetín costura afuera.


Ella no era culpable de tener la clase de ojos que me dan cosquillas. 


A la semana y media ya no me iba gustando: la llevaba en la camisa todo el pinche día, en las arrugas del pantalón, en el reloj y en el páncreas.

Ella no fue culpable de regalarme una mirada y luego dos y luego un gesto que debe ser natural, como dar los buenos días o hablar de dinosaurios, pero que un demente como yo traduce como señal inequívoca de entrega. Y sólo estaba diciendo buenos días y hasta mañana. Lo juro y lo perjuro.


Y al cumplirse dos semanas yo tenía vértigos de impaciencia por sembrarle el hijo que nunca nacería, por mojarle el pecho con mi sudor helado, por llenarle las orejas de historias tontas y macabras

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Antes del mes había renacido el joven que fui trepándose a las bardas y me puse a recordar que Julio Torri se lanzaba en bicicleta en pos de púberes canéforas (por lo menos lo platican) y me sentí de aquella especie en extinción.


A las ocho semanas ardía de fiebre. La buscaba en todas partes y a todas horas y lamentaba que nadie, ni las piedras, nos vieran caminar por esas calles, bajo los cables de luz, por los jardines. Qué sensación de estar perdiendo el tiempo.


Pero las aguas volvieron a su cauce. La realidad se impuso, como dicen, y ella lo dijo claro, paloma blanca de adiós: eso ya no se puede.


Qué risa y qué chulada, mi noble corazón apasionado.

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