martes, 23 de septiembre de 2014

LA HOMOSEXUALIDAD LEGITIMIZADA EN LA JAULA DE LAS LOCAS


Es cierto que cada núcleo familiar es una pequeña sociedad con sus propias costumbres y tradiciones, pero –al menos en la mayoría de familias que conozco- hay un ritual para la culminación de los domingos: cambiar de canal obsesivamente hasta encontrar una película o un programa para verlo a medias a causa de la pereza que acarrea el pensamiento del cercanísimo lunes. Y el tipo de contenido que se encuentra los domingos en la televisión, generalmente es producido por grandes cadenas de entretenimiento pertenecientes al gremio hollywoodense.

Un domingo como cualquiera –todos los domingos son casi igual de agónicos- puede uno encontrarse con La jaula de las locas. No la original –a menos que se tenga el paquete exclusivo de televisión por cable- sino el refrito noventero estelarizado por Robbie Williams, Nathan Lane, Gene Hackman, Dianne Wiest, Dan Futterman y Calista Flockhart.

En términos generales –por si no ha tenido la suerte dominguera de verla, aunque lo dudo- la película trata de la primera visita de los Keeley (el senador Kevin, su esposa Louise y su hija Bárbara) a la familia del prometido de Bárbara, los Goldman (Armand, dueño homosexual de un bar gay; Albert, pareja de Armand, drag queen[1] que trabaja en el bar; y Val, hijo de Armand y Katherine Archer). Como antecedente de la visita, se tiene que el senador Keeley forma parte de la política ultraconservadora y es acosado por la prensa al haber muerto su compañero de partido en la cama de una prostituta negra y menor de edad.

La visita se desarrolla con una normalidad accidentada pues, aunque Val le pide a su madre biológica que se presente en la cena, ella se retrasa y Albert se viste de mujer y actúa como su madre en presencia de los invitados mientras que el mayordomo guatemalteco homosexual intenta actuar con propiedad y Armand pretende ser un diplomático conservador. Todo se viene abajo cuando Katherine finalmente llega a la casa de los Goldman –situada encima del bar gay- y los Keeley descubren la verdad acerca de los Goldman. Posteriormente deciden irse pero, al ser acosados por la prensa, esto se vuelve casi imposible, por lo que todos se disfrazan como drag queens para abandonar la casa Goldman a través del escenario principal del bar al compás de “We are family”, canción interpretada por Sister Sledge.

Los personajes se construyen bajo el marco de la comedia, es decir, son estereotipos hiperbolizados y políticamente correctos de esferas sociales específicas en marcos axiológicos opuestos (Tovar, 2006). Albert y Armand son homosexuales -cuestión que el imaginario colectivo ubica como contraposición a todo lo tradicional-, exagerados, afeminados, teatrales. Louise y Kevin son católicos, él está inmerso en la política conservadora, sus ideas acerca de las nuevas tendencias –desde el planteamiento del Estado laico hasta la eliminación de los pobres (no de la pobreza)- son bastante cerradas, sus actitudes son muy recatadas y sobrias, puede asomarse una estela de positivismo. Esta contraposición funciona como planteamiento axiológico frente a los cambios que abren la sociedad a la aceptación de lo diferente, es decir, los Keeley son malos –aunque no en la acepción profunda de la palabra, como sucede en la obra de Sade- por obstaculizar el progreso social en tanto tolerancia a las manifestaciones anormales y las ideas liberales por intentar mantener valores rectos en la sociedad; mientras que los Goldman son buenos porque se les empuja a ocultar su verdadera y anormal forma de ser en pos del amor de su hijo.

El estereotipo del homosexual es expuesto por varias razones que se desprenden de la necesidad de legitimizar su existencia dentro de la sociedad. Esto puede verse, por ejemplo, cuando Albert ofrece un show drag en el bar gay de Armand. En esa escena, tanto como en el resto de la película, el homosexual es legitimizado como objeto de entretenimiento y morbo. Dentro del imaginario colectivo, el homosexual es un personaje teatral que a través de su intento por recrear a la mujer, también estereotipada, genera interés en el espectador por alejarse de la normalidad representada por los personajes heterosexuales, superiores en número dentro del cine.

La estereotipación del homosexual y la fórmula de éxito televisivo que impulsa su exposición, se convierte en una construcción social que no da cabida a la individualidad del sujeto, al mismo tiempo que deja en una zona gris al individuo que no cumple con el estereotipo. La reiterada aparición del homosexual estereotipo en las películas hollywoodenses puede parecer una aceptación social aunque, en realidad, tiende a convertirse en reforzamiento de estigmas que se tienen acerca de la homosexualidad, tales como el exhibicionismo, la promiscuidad o el estilo de vida vicioso (Gamson, 1998).

Como lo apunta Gamson, otro medio para legitimizar la homosexualidad es la victimización de los personajes, éstos son expuestos como gente buena que sufre por culpa de situaciones externas a ellos, basta pensar en Philadelphia, película protagonizada por Tom Hanks, Denzel Washington y Antonio Banderas, en la que el homosexual es dignificado a través de la exposición del sufrimiento provocado por un despido injustificado que, se intuye, es debido al conocimiento de su homosexualidad. En La jaula de las locas, esto puede verse cuando Armand y Albert son empujados a ocultar su homosexualidad frente a los Keeley, pasando por momentos incómodos e, incluso, discusiones entre ellos. Recordemos que, en la dicotomía axiológica, ellos son los buenos, es decir, el problema es provocado por una situación externa que los convierte en víctimas del tradicionalismo de su futura familia política. Este mecanismo provoca que se tenga compasión por los personajes y su situación, otorgándoles así cierta dignidad superficial.

He mencionado reiteradamente que la categoría de bondad es dada a los Goldman y esto, según Epstein, también conforma un método de legitimización, pues al exaltar las cualidades del homosexual se va conformando una simpatía por el estereotipo (Epstein, 2002). Nadie que haya visto la película puede negar que Albert es un personaje divertidísimo por hiperbolizar sus actitudes afeminadas al mismo tiempo que intenta cumplir el rol que supuestamente es contrario a su sexo biológico, tampoco se puede negar que Armand tiene buen corazón, por ejemplo, al aceptar el pedido de su hijo o apoyar el papel de Albert dentro de la familia como madre de Val. Las cualidades positivas de Albert y Armand son destacadas mientras que las de Louis y Kevin apenas son expuestas. La cultura cinematográfica hollywoodense parece no estar al tanto del principio del retrato en la pintura: debe haber luz y oscuridad, nadie es unidimensional. En La jaula de las locas reina la unidimensionalidad en los personajes, esta perspectiva permite que el homosexual obtenga la calidad de ser humano digno, que, sin reparar en sus acciones y convicciones, tienen los Keeley.

En conclusión, La jaula de las locas es una comedia que cumple con todos los requisitos hollywoodenses, en tanto exposición cómica de personajes estereotipados en una situación que se resuelve favorablemente para todos, y teóricos, dentro del marco teatral en tanto que existe una exposición de vicios del carácter que devienen en un castigo ridículo que conduce a un cambio positivo.

A su vez, expone los métodos de legitimación del homosexual a través del intento de acercar una conducta desviada[2] a los campos de la normalidad aparente. La legitimación propuesta por esta película es superficial, pues, aunque plantea la apariencia como una realidad a medias, refuerza el estereotipo del homosexual al mismo tiempo que lo presenta como un objeto de entretenimiento (o distracción) conveniente. Esta comedia trata de dignificar al homosexual a través de una victimización producida por factores externos que nada tienen que ver con su unidimensionalidad positiva.

La reiterada aparición del estereotipo del homosexual aminora el shock provocado por la homosexualidad en la población en general –esto no significa necesariamente respeto, tolerancia o apertura- pero profundiza los estigmas que habitan en el imaginario colectivo.

El papel del homosexual en esta comedia hollywoodense, pretende acercarse a la normativa de la normalidad, aunque esta noción dependa en gran parte de lo que cada individuo entienda, y retoma una fórmula que, más que ir en pos de la aceptación del homosexual, es una fórmula para el éxito que seguirá vigente mientras el homosexual sea considerado un objeto de entretenimiento pues, como ya dijo Quentin Crisp: “Tolerance is the result not of enlightenment, but boredom[3]”.

Bibliografía

Epstein, S. (2002). A Queer Encounter: Sociology and the Study of Sexuality. En A. S. Christine L. Williams, Sexuality and Gender (págs. 44-53). Malden, Massachusetts: Blackwell.
Gamson, J. (1 de Noviembre de 1998). Publicity traps: Television and Lesbian, Gay, Bisexual, and Transgender Visibility. Obtenido de Sexualities: University of San Francisco: https://www.usfca.edu/uploadedFiles/Destinations/College_of_Arts_and_Sciences/Undergraduate_Programs/Sociology/docs/PublicityTraps_Gamson.pdf
Tovar, J. (2006). Los siete géneros. En Doble vista (págs. 57-68). México: El Milagro/CNCA.






[1] Hombres que se visten y arreglan para parecer mujeres y llevar a cabo un acto artístico.
[2] En tanto alejada del referente de normalidad o acorde a la naturaleza biológica.
[3] “La tolerancia no es el resultado de la iluminación, sino del aburrimiento”

miércoles, 23 de julio de 2014

Una entrada sin pies ni cabeza

Es curioso lo que sucede cuando una regresa a la casa de su infancia, o, en mi caso, el hogar de diecinueve veinteavos de mi vida.

La nostalgia es inminente.

Cada rincón se vuelve recuerdo.

Por ejemplo, la cera de vela impregnada en el sillón dibuja con humo invisible la torpeza de una noche a varios años de distancia; la pared conserva la silueta nupcial de un retrato descolgado hace apenas mil cien días.

El simulacro del regreso a la casa de mi vida trajo un recuerdo vívido que extrañamente no tiene qué ver con la casa ni con mi familia. Lo recreé bajo el sopor suave de un licor que prometía ser extranjero pero lo era tanto como yo en esa casa.

Por la misma manía que me condujo hacia la afición a la nicotina, besaba el filo de un vasito medio lleno de licor de cereza. Como si nada, frente a la tele, bajo una cobija tejida por mi madre, esperando la hora de dormir. Y, de repente, como si todo.

Y me vi a mí y te vi a ti.

Entras con porte señorial a todos lados, como si hasta la oscuridad intuyera tu sonrisa resquebrajada como un espejo. Tomas poco, ya no fumas. Me acerco a ti con el cinismo de la cerveza número dieci-ya-estoy-borracha y un cigarro en mano. Y sé que entre nosotros todo es lúdico: nos podemos tener cuando queramos, funciona como hechizo a voluntad.

Y de pronto me besas o te beso y se acaba el protocolo.

Nos transformamos en el eclipse de luna, en las cervezas de martes a mediodía, en las frases encriptadas que nos unen como si fueran nuestras hijas.

De vuelta al sillón en la casa de mi infancia, el licor me acelera el cuerpo y me retarda la conciencia. Tal vez la resaca de tu piel jaguar o dios sabe qué maleficio maligno de tus ojos paganos.

Y el deja vú que sentí cuando te miré enternecida y estuve fuera de tono y te sentí tan mío y quise pensar que los deja vús suceden cuando estás viviendo lo que te corresponde como un anillo a cada dedo o un pezón a cada boca o una trucha a cada plato pero dijiste que hace mucho tú no lo sentías.

Pero me dio igual –o casi. Sólo yo me enamoro de tu risa.

Y otro trago de licor. Y tu sabor, tan parecido al licor, aferrándose a mi labio de arriba.


Mi licor, mi cereza, mi jaguar.




miércoles, 2 de julio de 2014

HARRISON BERGERON, un cuento de KURT VONNEGUT [traducción personal]



El año era 2081, y todos eran, por fin, iguales. No sólo eran iguales ante Dios y ante la ley. Eran iguales en todas las maneras posibles. Nadie era más inteligente que los demás. Nadie lucía mejor que los demás. Nadie era más fuerte o más veloz que los demás. Toda esta igualdad era gracias a las Enmiendas Constitucionales número 211, 212 y 213, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Aún así, algunas cosas sobre la vida aún no estaban totalmente bien. Abril, por ejemplo, continuaba volviendo loca a la gente por no ser primavera. Y era en ese mes húmedo y pegajoso en el que los hombres H-G se llevaron lejos a Harrison, el hijo de catorce años de George y Hazel Bergeron.

Fue trágico, sí, pero George y Hazel no pudieron pensarlo demasiado. Hazel tenía una inteligencia perfectamente promedio, lo que significaba que ella sólo podía pensar por tiempos cortos y espaciados. Y George, aunque poseía una inteligencia superior a lo normal, tenía una pequeña radio de impedimento mental en su oreja. La ley lo obligaba a usarla todo el tiempo. Siempre sintonizaba transmisiones gubernamentales. Aproximadamente cada veinte segundos, el transmisor enviaba un ruido seco para evitar que la gente como George tomara ventaja injusta debido a su inteligencia.

George y Hazel estaban mirando televisión. Lágrimas resbalaban por las mejillas de Hazel pero ella había olvidado qué las había producido.

En la pantalla del televisor había bailarinas de ballet.

Un zumbido retumbó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron con pánico, como bandidos al escuchar una alarma anti-asaltos.

“Ese fue un muy bonito baile, ese que acaban de hacer”, dijo Hazel.

“Huh” dijo George.

“El baile… fue bonito”, dijo Hazel.

Handicapped Ballerina by Thunderscape-7
Imagen de Thunderscape-7 vía Deviantart
“Yup”, dijo George. Trató de pensar un poco en las bailarinas. Ellas no eran muy buenas: no mejores que cualquiera.

Cargaban contrapesos y bolsas de perdigones, y sus caras fueron enmascaradas, evitando que alguien se sintiera triste al ver un libre y grácil gesto o un rostro hermoso. George jugaba con la vaga noción de que tal vez las bailarinas no deberían tener ningún impedimento.

Pero no reflexionó mucho antes de que otro ruido salido de la radio en su oreja dispersara sus pensamientos.

George se contrajo de dolor. Al igual que dos de las ocho bailarinas.

Hazel lo vio contraerse.

Al no tener una radio de impedimento mental, le preguntó a George cómo había sido el último ruido.

“Sonó como alguien golpeando una botella de cristal con un martillo de bola” dijo George.

“Creo que sería muy interesante escuchar todos los diferentes sonidos”, dijo Hazel, con un rastro de envidia. “Todas las cosas que inventan”.

“Urn”, dijo George.

“Eso sí, si yo fuera la Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría?” dijo Hazel. De hecho, Hazel era muy parecida a la Directora, una mujer llamada Moon Glampers. “Si yo fuera Diana Moon Glampers”, dijo Hazel, “Habría campanadas los domingos –sólo campanadas. Algo así como en honor a la religión”.

“Podría pensar bien si sólo fueran campanadas”, dijo George.

“Bueno, tal vez las haría muy fuertes”, dijo Hazel. “Creo que sería una buena Directora General”.

“Tan buena como cualquiera”, respondió George.

“¿Quién sabría mejor que yo lo que es normal?” replicó Hazel.

“Cierto”, dijo George. Empezó a pensar en su hijo anormal que en este momento estaba en la cárcel, Harrison, pero el sonido de una bala de salva detuvo los pensamientos.

“¡Rayos!”, dijo Hazel, “ese fue uno especialmente ruidoso, ¿cierto?”

Fue tan ruidoso que George estaba pálido y tembloroso, y al borde de sus ojos irritados podían verse lágrimas. Dos de las ocho bailarinas habían colapsado y se encontraban en el suelo, frotando sus sienes.

“De pronto pareces tan cansado”, dijo Hazel. “¿Por qué no te estiras en el sillón, para que puedas descansar tu pesada bolsa de impedimento en la almohada, querido?”.

Ella se refería al perdigón de cuarenta y siete libras en la bolsa de lona, cerrada con candado alrededor del cuello de George. “Ve y descansa un rato la bolsa”, dijo ella. “No me importa si no somos iguales por un rato”.
George sostuvo la bolsa con las manos. “No importa”, dijo él. “Ni siquiera la siento ya. Es como una parte de mí.”

“Has estado tan cansando últimamente, tan desgastado”, dijo Hazel. “Si pudiéramos, de alguna manera, hacer un hoyo en la bolsa para quitar algunas esferas de plomo... Sólo algunas...”

“Dos años de cárcel y dos mil dólares de multa por cada esfera que saque”, dijo George, “no es precisamente una ganga.”

“Debería poder sacar sólo unas pocas cuando llegaras a casa del trabajo”, dijo Hazel. “Quiero decir, no compites con nadie aquí. Sólo te sientas.”

“Si tratara de hacerlo”, dijo George, “otra gente lo haría y muy pronto estaríamos en el oscurantismo de nuevo, todos compitiendo contra todos. Eso no te gustaría ¿o sí?”

“Lo odiaría”, dijo Hazel.

“¿Ves?”, dijo George. “Cuando la gente empieza a hacer trampa en las leyes, ¿qué crees que pasa con la sociedad?”

Si Hazel no hubiera sido capaz de responder, George no habría podido darle una respuesta. Una sirena se disparó en su cabeza.

“Creo que se desmoronaría”, dijo Hazel.

“¿Qué se desmoronaría?” preguntó George, con la mente completamente en blanco.

“La sociedad”, respondió Hazel, insegura. “¿No es lo que acabas de decir?”

“¿Quién sabe?”, dijo George.

El programa de la televisión de pronto fue interrumpido por un boletín de noticias. Al principio no fue muy claro sobre qué era el boletín pues el locutor, como todos los locutores, tenía un serio impedimento del habla.

Por medio minuto, en un estado de alta exaltación, el locutor trató de decir “damas y caballeros”.

Finalmente se dio por vencido y le entregó el boletín a una bailarina para que lo leyera.

“Eso está bien…“, dijo Hazel sobre el locutor, “lo intentó. Eso es lo importante. Intentó hacer lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Debería obtener un buen aumento de sueldo por haberlo intentado.”

“Damas y caballeros”, dijo la bailarina, leyendo el boletín.
Ella debe haber sido extraordinariamente hermosa, porque la máscara que usaba era verdaderamente espantosa.
Y era fácil darse cuenta que ella era la más fuerte y grácil de todas las bailarinas porque sus bolsas de impedimento eran tan pesadas como las que usaban los hombres más fuertes.

Y ella tuvo que disculparse por su voz, que era una voz inadecuada para una mujer. Su voz era una cálida, luminosa, atemporal melodía. “Discúlpenme…” dijo ella y comenzó de nuevo, haciendo su voz totalmente gris.

“Harrison Bergeron, de catorce años”, dijo ella con un graznido insípido, “ha escapado de la cárcel en la que estaba preso bajo la sospecha de participar en una conspiración contra el gobierno. Él es un genio y un atleta, está poco impedido y debe tenerse como alguien extremadamente peligroso.”

Una fotografía de Harrison Bergeron, sacada del archivo policiaco, fue mostrada en la pantalla. De cabeza primero, luego de lado, luego de forma normal. La fotografía mostraba el cuerpo completo de Harrison contra un fondo calibrado en pies y pulgadas. Él medía exactamente siete pies de alto.

El resto de la aparición de Harrison era Halloween y hardware.
Harrison Bergeron - Wikipedia, the free.
Imagen de bisulinan1973 vía Devianart
Nadie había nacido nunca con impedimentos más pesados. Él había superado los obstáculos más rápido de lo que los hombres HG pensaron. En lugar de un pequeño radio en la oreja que provocara un impedimento mental, él usaba un tremendo par de audífonos, y gafas con lentes gruesas y onduladas.
Las gafas tenían la intención de no sólo hacerlo medio ciego sino también producirle terribles dolores de cabeza.

Metal chatarra colgaba de todas partes de él. De una forma bastante ordinaria, existía cierta simetría, una pulcritud militar de los impedimentos colocados a la gente fuerte. Pero Harrison lucía como un depósito de chatarra. Cargaba trescientas libras mientras transitaba por la vida.

Para compensar que era guapo, los hombres H-G hacían que usara todo el tiempo una pelotilla de plástico rojo en la nariz, que mantuviera sus cejas rasuradas e, incluso, que cubriera sus dientes relucientes con fundas negras.

“Si usted ve a este chico”, dijo la bailarina, “no –y repito, NO- trate de razonar con él.”

Se escuchó el chillido de una puerta siendo arrancada de sus bisagras.
Gritos y llantos desgarradores de consternación se desprendieron del televisor. La fotografía de Harrison Bergeron en la pantalla saltó una y otra vez, danzando al ritmo de un terremoto.

George Bergeron identificó correctamente el origen del terremoto, no le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo muchas veces. “Dios mío--” dijo George, “¡ese debe ser Harrison!”

El entendimiento de la situación fue borrado de su mente instantáneamente por el sonido de un choque automovilístico en su cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos de nuevo, la fotografía de Harrison había desaparecido. Un Harrison vivo y fuerte llenó la pantalla. Era él.
Intro Illustration: Harrison Bergeron I by Shadowgaze
Imagen de Shadowgaze vía Devianart

Tintineando, parecido a un payaso enorme, Harrison se paró en el centro del estudio televisivo.

La perilla arrancada de la puerta del estudio seguía en su mano.
Bailarinas, técnicos, músicos y locutores cayeron sobre sus rodillas ante él, esperando ser asesinados.

“¡Yo soy el Emperador!”, gritó Harrison. “¿Escucharon? ¡Soy el Emperador! ¡Todos tienen que hacer inmediatamente lo que digo!”
Golpeó el suelo con el pie y el estudio tembló.

“¡Incluso si me paro aquí”, bramó, “lisiado, cojeando, enfermo… Soy un jefe superior a cualquier otro hombre que haya existido! ¡Ahora miren en lo que puedo convertirme!”

Harrison desgarró las correas de su arnés de impedimento como un papel mojado, desgarró las correas que sostenían quinientas libras.

Las porquerías metálicas de Harrison chocaron contra el suelo.

Harrison empujó sus pulgares bajo la barra del candado que sostenía el arnés de su cabeza. La barra se quebró como un tallo de apio. Harrison aplastó sus audífonos y sus gafas contra la pared.

Arrojó lejos su nariz de pelota, revelando al hombre que hubiera atemorizado a Thor, el dios del trueno.

“¡Ahora escogeré mi emperatriz!”, dijo, mirando a las personas asustadas. “¡La primera mujer que se atreva a ponerse de pie reclamará al emperador y a su trono!”

Pasó un momento, luego una bailarina se levantó, balanceándose como las ramas del sauce llorón en una tarde de viento.

Harrison arrancó el radio de impedimento mental de su oreja, apagando sus deficiencias físicas con maravillosa delicadeza. Finalmente, le quitó la máscara.

Era cegadoramente hermosa.

“Ahora…”, dijo Harrison, tomando su mano, “¿Deberíamos mostrarle al mundo el significado de la palabra ‘baile’? ¡Música!”, ordenó.

Los músicos retomaron sus lugares con cierta perturbación, y Harrison también los desnudó a ellos de sus impedimentos. “Toquen lo mejor que puedan”, les dijo, “y los haré barones, duques y condes.”

Imagen de HEY-APATHY-COMICS vía Devianart
La música comenzó. Al principió fue normal: torpe, falsa. Pero Harrison tomó a dos músicos de sus sillas, sacudiéndolos como batutas al mismo tiempo que cantaba la música como quería que fuera tocada. Devolvió violentamente a los músicos a sus sillas.

La música comenzó de nuevo con una mejoría notable.

Harrison y su emperatriz simplemente escucharon la música por un rato: escuchaban con seriedad, como sincronizando sus latidos con la música.

Apoyaron el peso de sus cuerpos en las puntas de sus pies.

Harrison puso sus grandes manos en la pequeña cintura de la mujer, dejándola sentir la liviandad que pronto sería suya.

Luego, en una explosión de alegría y gracia, saltaron por el aire.

No sólo habían abandonado las leyes de la tierra sino también la ley de gravedad y de movimiento.

Tambalearon, giraron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la luna.

El techo del estudio estaba a treinta pies del suelo, pero con cada salto los bailarines se acercaban más y más a él.
Se volvió obvia su intención de besar el techo.

Lo besaron.

Y luego, neutralizando la gravedad con amor y voluntad pura, permanecieron suspendidos en el aire, varias pulgadas sobre el suelo, y se besaron por un momento larguísimo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Impedidora General, entró al estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó dos veces. El Emperador y la Emperatriz murieron antes de tocar el suelo.

Diana Moon Glampers recargó el arma. Apuntó a los músicos y les avisó que tenían diez segundos para ponerse sus impedimentos de nuevo.

Entonces el interior del televisor perteneciente a los Bergeron se quemó.

Hazel se giró para hacerle un comentario a George sobre el televisor. Pero George había ido a la cocina por una cerveza.

George regresó con la cerveza, deteniéndose por un instante en el que la señal impedidora lo sacudió. Y luego se sentó de nuevo.

“Has estado llorando”, dijo George a Hazel.

“Yup”, contestó.

“¿Por qué?”, preguntó él.

“Lo he olvidado”, dijo ella, “algo muy triste pasó en la televisión.”

“¿Qué fue?”, dijo George.

“Todo está mezclado en mi mente, es confuso”, dijo Hazel.

“Olvida las cosas que te pongan triste”, dijo él.

“Siempre lo hago”, respondió ella.

“Esa es mi chica”, dijo George. Se contrajo de dolor. En su cabeza revoloteaba un ruido parecido al que hacen las pistolas de clavos.

“Dios, puedo notar que ese ruido fue ensordecedor”, dijo Hazel.

“Eso es cierto, puedes asegurarlo”, dijo George.


“Dios--”, repitió Hazel, “puedo notar que ese ruido fue ensordecedor.”