domingo, 20 de abril de 2014

Los epilépticos, Miguel Ángel Alvarado [Transcripción de la antología "Camisa de 18 varas"]



LOS EPILÉPTICOS

Los epilépticos se quedan quietos.
La epilepsia es la enfermedad más elegante,
la más seria, la más arrogante.
Los epilépticos miran temblar sus manos,
abrirse espacios en la carne.
La paciencia les dice que nunca han de curarse; no se curan,
         se impacientan.
Los epilépticos nunca están solos
pero no se dan cuenta porque siempre están
retorciéndose, recorriéndose, evaporándose.
No se pueden salvar,
no se pueden evitar. Les apura evitarse.
Sólo saben gritar.

Los epilépticos tienen los labios fríos
pero quemantes.
Se ponen a pensar cómo serían si estuvieran sanos,
en paz sus cuerpos en todo momento.
Temblarían de aburrimiento, de vergüenza;
Serían simples y se enamorarían.
Pero nadie sabe. ¡Hum! Sólo ellos.

De noche no duermen.
Lo hacen de día
para no morderse la cara,
para no comerse la lengua
ni asfixiarse en las horas idas.
Los epilépticos están con dios
pero tienen al diablo dentro.
de sus cuerpos salen
y se ponen a platicar entre ellos.
Se tocan el sexo y aprenden cosas
que luego cuentan como si fueran cuentos.

Cansados de viajar sin salir de casa,
sólo cierran los ojos y se tocan el alma.
Tienen el cuerpo de mermelada y es amarga, amarga.
Se les caen los dientes, las entrañas.

Se hacen hambrientos de gente,
necesitan saber que son gente,
creer que todo lo tienen;
burlarse del amor y de esa espina
clavada en la cabeza.
Se ríen de todo. ¿Por qué se ríen de todo?
Los epilépticos son inmortales
pero no se resignan. Quieren morir de verdad,
Tener su propio ataúd, dejar de temblar.

Llenos, pero llenos de algo duro, que duele,
esperan el mediodía para llorar calladamente,
para decir “esta pastilla es la vida”.
A veces tienen mujeres,
a veces; los epilépticos son así,
con senos, caderas y cuellos finos.
Pero no duran mucho.
No caben en la cama.
No saben ser almohada.

Los epilépticos sin tierra, sin pared,
sin hijos, sin historias de amaneceres intencionales,
no hacen nada.
Son como en el agua las piedras, como el aire.

Sólo tiemblan.


Miguel Ángel Alvarado

sábado, 19 de abril de 2014

El uso de la fuerza (1938), William Carlos Williams [Traducción personal]

Ellos eran nuevos pacientes míos, todo lo que sabía era el nombre: Olson. Por favor venga tan pronto como pueda, mi hija está muy enferma.

Cuando llegué fui recibido por la madre, una mujer grande de aspecto asustado, tan limpia y apologética que sólo se atrevió a decir: ¿es éste el doctor?; y a dejarme pasar. En la parte trasera, añadió. Debe disculparnos, doctor, la tenemos en la cocina porque ahí es cálido. La casa es muy húmeda a veces.

La niña estaba completamente vestida y sentada en las piernas de su padre, cerca de la mesa de la cocina. Él trataba de levantarse, pero le hice un gesto para que no se molestara en hacerlo, me quité el abrigo y empecé a mirar. Pude ver que todos estaban muy nerviosos, inspeccionándome de arriba a abajo con desconfianza. Como suele suceder en tales casos, no me decían más de lo que necesitaban, ese era mi trabajo; para eso estaban gastando tres dólares en mí.

La niña me devoraba con sus fríos, quietos ojos, aunque sin expresión en su rostro. No se movía y parecía, internamente, tranquila; una pequeña y atractiva cosita, y tan fuerte, en apariencia, como un novillo. Pero su cara estaba enrojecida, ella respiraba rápidamente, y me di cuenta que tenía fiebre alta. Ella tenía un espléndido cabello rubio, en la profusión. Una de esas niñas salidas de fotos reproducidas en folletos publicitarios y secciones de fotograbado de los periódicos dominicales.

Ha tenido fiebre por tres días, comenzó el padre, y no sabemos por qué. Mi esposa le ha dado cosas, ya sabe, como hace la gente, pero no mejora. Y han habido muchas enfermedades por estos rumbos. Así que pensamos que sería mejor que la revisara y nos dijera cuál es el problema.

Como los doctores hacen comúnmente, tomé un tiro de prueba como punto de partida. ¿Ha tenido dolor de garganta?

Ambos padres contestaron juntos, No… No, dice que su garganta no le duele.

¿Te duele la garganta? Preguntó la madre a la hija. Pero la expresión de la pequeña no cambió ni movió sus ojos de mi cara.

¿Ha revisado?

Lo intenté, dijo la madre, pero no pude ver.

Da la casualidad que habíamos estado teniendo una serie de casos de difteria en la escuela a la que esta niña fue durante ese mes y todos estábamos, bastante obviamente, pensando en ello, aunque nadie había hablado aún de eso.

Bueno, dije, supongo que primero echaremos un vistazo a su garganta. Sonreí de la manera más profesional que pude y, preguntando por el nombre de la niña, dije, vamos, Matilda, abre tu boca y echemos un vistazo a tu garganta.

No hacía nada.

Aw, por favor, dije, sólo abre grande tu boca y déjame ver. Mira, dije abriendo completamente mis manos, no tengo nada en las manos. Sólo ábrela y déjame ver.

Qué hombre tan amable, añadió la madre. Mira qué gentil es contigo. Vamos, haz lo que te dice. No te va a lastimar.

En respuesta a eso, apreté los dientes con disgusto. Si tan sólo no hubieran usado la palabra “lastimar” yo podría haber llegado a algún lado. Pero no me permití apresurarme o perturbarme y hablando en voz baja me acerqué lentamente a la niña de nuevo.

Al mismo tiempo al que movía mi silla un poco más cerca de pronto, con un movimiento gatuno, sus manos trataron de arañar instintivamente mis ojos y casi los alcanzaron. De hecho, me quitó los lentes –que volaron- y cayeron, aunque no estaban rotos, varios metros lejos de mí en el piso de la cocina.

El padre y la madre casi se ponen de cabeza de vergüenza y disculpas. Niña mala, dijo la madre, agarrándola y sacudiéndola del brazo. Mira lo que has hecho. Este hombre tan amable…

Por dios, interrumpí. No me llame hombre amable frente a ella. Estoy aquí para revisarle la garganta por la posibilidad de que tenga difteria y posiblemente muera por eso. Pero eso no significa nada para ella. Mira, le dije a la niña, vamos a mirar tu garganta. Eres lo suficientemente grande para entender lo que digo. ¿La abrirás sola o tendremos que abrirla por ti?

Ni un movimiento. Incluso su expresión no cambiaba. Su respiración se había vuelto más y más rápida. Luego comenzó la batalla. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerle una revisión de garganta por su propio bien. Pero primero le dije a los padres que dependía totalmente de ellos. Expliqué el peligro pero dije que no insistiría en la revisión de garganta si no tomaban la responsabilidad.

Si no haces lo que dice el doctor, te vamos a llevar al hospital, amenazó la madre.

¿Ah sí? Tuve que sonreír para mis adentros. Después de todo, ya me había enamorado de la salvaje mocosa, los padres eran despreciables conmigo. En la lucha que siguió se hicieron más y más abyectos, abrumados y cansados ​​mientras que ella sin duda elevó a alturas magníficas de la insana furia el esfuerzo de tenerme miedo.

El padre intentó lo mejor que pudo, y era un hombre grande pero el hecho de que fuera su hija, la vergüenza de su comportamiento y el pavor de lastimarla lo hicieron soltarla justamente en el momento crítico en el que casi lograba el éxito,  hasta quería matarlo. Pero su pavor de que tal vez tuviera difteria lo hizo pedirme que continuara, que continuara aunque él mismo casi se desmayaba, mientras la madre se movía hacia adelante y atrás, a nuestras espaldas bajando y subiendo las manos en una agonía de aprehensión.

Ponla frente a ti, en tu regazo, ordené, y sostén sus muñecas.

Pero tan pronto como lo hizo la niña dejó escapar un grito. No, me estás lastimando. Suelta mis manos. Suéltalas te digo. Luego chilló terriblemente, histéricamente. ¡Ya! ¡Detente! ¡Me estás matando!

¿Cree que pueda aguantarlo, doctor? Dijo la madre.

Vete, dijo el esposo a su esposa. ¿Quieres que se muera de difteria?

Vamos, sosténgala, dije.

Entonces agarré la cabeza de la niña con la mano izquierda y traté de poner el abate lenguas entre sus dientes. Ella peleó, con los dientes apretados, desesperadamente. Pero ahora yo también me había puesto furioso- con una niña. Traté de controlarme pero no pude. Sé cómo exponer una garganta para una inspección. E hice lo mejor que pude. Cuando finalmente pude poner la espátula de madera tras los últimos dientes, justo en el punto de la cavidad bucal, abrió la boca por un instante pero antes de que pudiera ver algo la cerró, moliendo entre sus molares el abate lenguas que redujo a astillas antes de que pudiera sacarlo.

¿No te da pena? Gritó la madre. ¿No te da pena portarte así enfrente del doctor?

Tráigame una cuchara de mango suave, le dije a la madre. Vamos a continuar con esto. La boca de la niña estaba sangrando. Su lengua estaba cortada. Ella gritaba salvajemente y chillaba histéricamente. Tal vez debí haber desistido y haber regresado en una hora o más. Sin duda hubiera sido mejor. Pero he visto al menos dos niños que yacían muertos en la cama de la negligencia en tales casos, y sintiendo que debía tener un diagnóstico en ese preciso momento fui de nuevo. Lo peor fue yo también fui más allá de la razón. Pude haber desgarrado la boca de la niña en mi propia furia y haberlo disfrutado. Era un placer atacarla. Mi cara ardía de ello.

La maldita mocosita debía ser protegida contra su propia idiotez, se decía uno a sí mismo en esos momentos. Otros deben ser protegidos contra ella. Es una necesidad social. Y todas esas cosas son ciertas. Pero una furia ciega, un sentimiento adulto de vergüenza, anhelo de relajación muscular son los que mandan. Uno sigue hasta el final.

En el último asalto irracional dominé el cuello y las mandíbulas de la niña. Forcé la pesada cuchara de plata detrás de sus dientes y hacia su garganta hasta que se atragantó. Y ahí estaban –ambas amígdalas cubiertas de membrana. Ella había peleado valientemente para mantenerme lejos de conocer su secreto. Había estado escondiendo esa garganta irritada por tres días por lo menos y mintiéndole a sus padres con el fin de escapar de un resultado como este.

Ahora estaba verdaderamente furiosa. Había estado a la defensiva antes pero ahora atacaba. Trató de bajar el regazo de su padre y volar hacia mí mientras las lágrimas de la derrota cegaban sus ojos.


martes, 8 de abril de 2014

Andar de veintiséis a los cincuenta, Alejandro Ariceaga [Transcripción de la Antología "Camisa de 18 varas"]

Pero algo invierte las cosas, como es natural, y uno acaba, a los cuarentaitantos, persiguiendo a las nínfulas de veinte.

Para decirlo con precisión, me enamoré de una de veintiséis nueve semanas, dos días y algunas horas. Para decirlo de otro modo, se despertó un gato con rabia y me arañaba al mediodía, me arañaba en la tarde y al anochecer se iba a dormir abajo de mi almohada. Era yo ni más ni menos que el retrato de un alma que se volteó al revés, igual que se voltea un calcetín costura afuera.


Ella no era culpable de tener la clase de ojos que me dan cosquillas. 


A la semana y media ya no me iba gustando: la llevaba en la camisa todo el pinche día, en las arrugas del pantalón, en el reloj y en el páncreas.

Ella no fue culpable de regalarme una mirada y luego dos y luego un gesto que debe ser natural, como dar los buenos días o hablar de dinosaurios, pero que un demente como yo traduce como señal inequívoca de entrega. Y sólo estaba diciendo buenos días y hasta mañana. Lo juro y lo perjuro.


Y al cumplirse dos semanas yo tenía vértigos de impaciencia por sembrarle el hijo que nunca nacería, por mojarle el pecho con mi sudor helado, por llenarle las orejas de historias tontas y macabras

.
Antes del mes había renacido el joven que fui trepándose a las bardas y me puse a recordar que Julio Torri se lanzaba en bicicleta en pos de púberes canéforas (por lo menos lo platican) y me sentí de aquella especie en extinción.


A las ocho semanas ardía de fiebre. La buscaba en todas partes y a todas horas y lamentaba que nadie, ni las piedras, nos vieran caminar por esas calles, bajo los cables de luz, por los jardines. Qué sensación de estar perdiendo el tiempo.


Pero las aguas volvieron a su cauce. La realidad se impuso, como dicen, y ella lo dijo claro, paloma blanca de adiós: eso ya no se puede.


Qué risa y qué chulada, mi noble corazón apasionado.