lunes, 17 de marzo de 2014

LA HISTORIA DEL INSTANTISMO: SIMULACRO DE UN MANIFIESTO VANGUARDISTA


Ya nadie puede ser vejado ni aprehendido.
Todos se niegan a combatir.
En los más apartados rincones de la tierra,
resuena el estrépito de los últimos descontentos.

Juan José Arreola


El instantismo es una vanguardia que viene gestándose desde los congresos literarios en los que los estudiantes no quieren escuchar ponencias sino conocer geografías diferentes y beber alcoholes regionales, viene desde Anáhuac, desde las mujeres en Twitter que se sienten La Maga, desde el ensayo crítico número cinco mil sobre Borges, desde las citas virales de Paulo Cohelo en Facebook.

El instantismo es un feto moribundo esperando vivir. Los doctores (en literatura) lo conectan a máquinas con el logo del Seguro Social mexicano y se van al pasillo a conversar sobre la nueva enfermera de Geriatría. El instantismo puede vivir si las señoras embarazadas (de ideas) notan su frágil existencia y lo acogen como si fuera propio. Si las señoras –y los señores- asumen la crueldad de la situación, los doctores se verán amenazados –una bomba a punto de estallar- y girarán la cabeza de vez en cuando para revisar los signos vitales de la vanguardia recién nacida.

Los hermanos mayores –muy mayores- del instantismo resultaron ser promesas tambaleantes pero atractivas. El futurismo se sobreexcitó con las máquinas corriendo a 20 kilómetros por hora y quiso hacer un edipazo: matar lo que lo llevó a nacer; se rasgó las vestiduras y planeó quemar la casa de los abuelos.

El surrealismo, ya sabiendo las fallas de su hermano anterior, fue a México y se llenó los bolsillos de peyote; el resultado fue una actitud de yonki artístico. Nadie lo culpa, su actitud fue contagiosa. De ese contagio llegó el hermano ecuménico Dadaísmo, también hippie pero con giros filosóficos, con más atracción por la vida relajada.

El creacionismo nació ángel, probó que podía ser gente importante pero se apagó demasiado pronto; murió Narciso –por su belleza-, todavía está dibujado en las constelaciones cuando hay noches de tormenta. El estridentismo, tan perdido que decidió pararse bajo las alas de su hermano mayor, nació vomitando smog con una acta de nacimiento que lo declaraba ciudadano del mundo con residencia –casi- fija en Estridentópolis. Acostumbraba escupirle al presidente y orinar las puertas de las catedrales por una módica cantidad monetaria que le permitía tener qué orinar cada noche. Nació el antropofagismo con un carácter festivo, abrazando a sus hermanos y a todo hombre con suficiente carne en los brazos para comerla mientras dormían.

Claro, hay por lo menos un centenar más de hermanos bastardos y más o menos ancianos del instantismo. El instantismo no conoce la fraternidad de un compañero consanguíneo de juegos, no tiene alguien que le hable del sexo ni de la vida pero sabe, quizá inconscientemente, que no puede ser como ninguno de sus hermanos –especialmente como el estridentismo, él sólo era chistoso cuando no estaba tan borracho, nadie quiere ser como el estridentismo-.

El instantismo nació Frankenstein de sus hermanos mayores: tomó del futurismo su ansia por la velocidad de la vida, el instantismo sabe que va a morir muy joven, sabe que nació prácticamente muerto. Del surrealismo tomó la libertad de la locura, el instantismo se volvió loco al salir del hospital y encontrar un mundo en el que la realidad parece más extraña que cualquier pintura de Dalí. Del dadaísmo tomó el sentido ácido de la vida, el azar de las decisiones; para el instantismo la vida se basa en efectos de ruleta rusa.

Al creacionismo se le tiene mucho afecto, el instantismo vive relegado bajo su sombra eternizada por su muerte prematura, desea llegar a ser como él pero nunca podría serlo.
Del estridentismo, tomó su embriaguez y su juventud pero él se embriaga de nada, nada hasta que se marea y vomita. La única juventud que conoce es su fecha aproximada de muerte. Del antropofagismo rescató esa costumbre de nutrirse de la carne ajena, pero en él es una manía, eso es prácticamente lo que hace todos los días.

El instantismo salió del hospital para encontrarse con que nunca hemos consumido vino de plátano[1], que los grupos de intelectuales a la violeta se pasean con gafas de pasta pregonando juicios a favor de Murakami pero nunca han escuchado hablar de Joaquím Machado de Assis. Hablan del indigenismo pero de pies a cabeza traen productos gringos.

El instantismo se fue a pasear, a ver si se le pasaba el asco. Entró a una librería del centro y encontró el dolor del narco convertido en best-seller, la miseria de las poblaciones periféricas pregonadas desde un penthouse de la Condesa. Y en la sección de novedades, una oda al morbo por el sufrimiento humano.

Esa gente con libros sobaqueros conocía lo enfermo del mundo y continuaba recorriendo el punto final de los libros sin querer cambiar al mundo.

Curiosamente, un escritor estaba sentado afuera de la librería. Sucio y grosero,  pero con su flamante traje gris y recién rasurado, de piernas cruzadas, vomitando su próximo libro, sosteniendo un cartel que rezaba “Autografío libros por un poquito de reconocimiento”. Y frente a él una estampida de estudiantes extranjeros con el celular listo para publicar la foto con el escritor en Facebook y presumir su intelectualidad.

Al instantismo, tan chiquito como era, le quitaron las ganas de vivir.

Así, pasó días y días acostado sobre el estante de literatura latinoamericana de una biblioteca universitaria –sabía que allí nadie lo iba a molestar y, efectivamente así fue, a excepción de algunos fans de Cortázar y Borges, a caso alguno de Clarice Lispector-, y siguió sin querer vivir. Se volvió un muchacho delgadísimo y enfermo de libros –o de alergia al polvo, es casi lo mismo-.

El instantismo perdió todo.

Sólo creía en la muerte y, de vez en cuando, en que su valor como persona era cuantificable por las cosas que poseía. Perdió la esperanza al ver a sus hermanos muertos. Y gritó, arañó las paredes de la biblioteca, pero no lloró. El instantismo cree en tan pocas cosas que nunca llora, para qué llorar.

El instantismo sufrió una crisis nerviosa, lo sabemos porque fue encontrado en la sección de tesis en la hemeroteca, ya muerto. Varios signos de descomposición fueron descubiertos en la autopsia, la versión no oficial dice que la primera persona que vio el cuerpo quedo absorto en lo que el instantismo había escrito ya agonizante, con su sangre, sobre las paredes.

La foto de esos muros se filtró a la red, he aquí una transcripción de lo que se puede ver en la imagen:

“Yo soy quien soy y no busco nada.
Sueño con los ojos abiertos porque a la noche mi pesadilla peor es seguir en vigilia, en este mundo insatisfecho y cruento.

Soy quien soy no creo en nada.
El neoliberalismo sostiene la oz bajo mi cuello. Estoy condenado a servir a un rey marioneta democrática. El internet es mi positivismo, sin él no soy nada. Y por él soy nada. El internet es el trono de los absurdos, es la mejor herramienta con el peor uso.

Soy quien soy y no significo nada.
Me usan a conveniencia y me niegan al tercer día. Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo. Mi único flotador vive escondido en la frontera entre Norteamérica y México, sueño con estar dentro del canon después de mi muerte.

Soy quien soy y pertenezco a ningún lado.
Vivo aquí pero nadie me conoce. No tengo rostro y mi boca no tiene saliva. No me aceptan en Europa ni en América ni en el espacio. En la academia soy un sapo. En el vulgo me tachan de ya haber existido. El arte me diagnostica como posmoderno aunque nunca tuve un expediente en su archivo.

Soy quien soy y no he hecho nada.
Mi existencia se resume a cuatro años en Facebook y catorce mil frases en Twitter, conozco la desesperación a grandes rasgos y nada me impide caer en ella. Leo fragmentos de los muertos –los más recientes Pacheco y Gelman-, nunca he leído El Quijote y la lucha social me da hueva.

Soy quien soy y sólo valgo por este instante que vivo, soy una noción contextual, un grito sensible que desaparecerá de los titulares. Soy la olla exprés chillando por la indiferencia de estos tiempos, por ese vivir agachando la cabeza. Soy la bolsa para el sándwich que se llena de hongos para protestar contra su hermetismo.

Soy Heriberto Yépez sin los huevos en la garganta, sin el juego infantil del extremismo argumentado. Yo sé que entre el uno y el cero existe más que la nada. Sé del hartazgo de la literatura mexicana. Sé que Comala no es el único poblado con gente muerta, también están las provincias y los libros de los nuevos escritores mexicanos. Generalizo y soy Heriberto Yépez, soy ese cáncer extendido por el futurismo, el estridentismo y la Ciudad de México y las favelas.

Soy quien soy y ojalá pudiera ser la Alejandra Pizarnik de juicios cafeínicos, aquella que con un verso te hería la más fuerte las certezas. Ojalá no reparara en explicaciones apologéticas sobre mi rostro sin boca y expresara el asco, el miedo, la soledad, lo gris que repta por los pulmones.

Hoy me voy porque nací muerto. Nací en la época de la gente sin voz, de los autores sin saliva. Nací para morir porque aquí no hay vida, hay dolor compartido y alegrías solitarias. Soy el instantismo que dejó de ser existir porque cada momento es tan inmensamente corto que no nos alcanza para levantarnos y hacer algo. Porque entre Rusia y Norteamérica no nos quedas muchos años y los estamos viviendo sentados, alimentados con el líquido de una batería.

Me voy porque nací muerto, hijo del Arte y el Contexto, de los 85 años de dictadura. Soy todos los desperdicios que le sobran a cada época de la humanidad en pos del adelanto tecnológico.

Voy porque nací muerto, porque cada soplo de pensamiento me regala un momento más de vida, porque vivir es fácil si nunca abres los ojos, si sigues creyendo que el mundo empieza y termina en el bien y el mal.

Porque nací muerto, sapo. Mis padres no me conocen, me dejaron abandonado, nunca conocí el seno de mi madre. Soy el peor experimento que se hizo.

Nací muerto, mi lengua no conoce el vino de plátano, mis ojos nunca recorrieron el valle de Anáhuac. Pienso, pero no sé explicarlo, para eso está Samuel Ramos. Mi identidad cabe en una botella plástica de 600 mililitros, nunca he reparado en lo que dice el himno.  Sueño con el apocalipsis, quizá la única cura para la enfermedad de vivir en esta época.

Muerto.
Muerto.”





[1] Se hace referencia a un fragmento del ensayo Nuestra América, escrito por José Martí: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”

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